Muerte a pleno sol. El guepardo cazador.

 

Descubrimos a un guepardo echado tras un viejo termitero.

Estamos en el Masai Mara, en la misma frontera entre Kenia y Tanzania. Aquí, el paisaje es peculiar, con una serie de colinas viejas, redondeadas por el tiempo, que tachonan la sabana. A esta hora el sol ecuatorial quema y los grandes gatos reposan en las escasas sombras de la planicie. Esta es la hora del guepardo, un félido tan elegante y delicado que, a duras penas, se podría incluir entre este grupo de grandes depredadores. A pesar de su distinción, el guepardo es un cazador muy eficiente, más que leones y leopardos, así como las hienas, especies que le hacen la vida muy difícil, imponiendo su fuerza y, en muchas ocasiones, número superior. A pesar de que los guepardos cazan a pleno sol, cuando el resto de depredadores reduce su actividad, puede ocurrir que sus presas le sean arrebatadas por sus poderosos competidores.

Hemos localizado un guepardo acostado tras un viejo termitero, tan limado por la erosión que parece una maqueta a escala de la colina a cuyo pie se encuentra. Este desgastado montículo no le ofrece sombra apenas y nos intriga su elección como sombrajo. Decidimos armarnos de paciencia y esperar, que es la mejor herramienta para observar el comportamiento animal. Repartimos el picnic y empieza nuestra espera en el interior de un coche que empieza a parecer un horno.

Pasa una hiena vagabunda que no detecta al gato oculto. Las posibles presas se encuentran muy lejos, abajo en la sabana, y el viento parece que lo podría delatar, porque sopla desde el depredador hacia ellas. Más cerca, un rebaño de impalas se muestra inquieto, mirando en dirección contraria a él, pendientes de una amenaza desconocida que barruntan en otra vaguada lejana. Los antílopes se marchan hacia los pastos abiertos, aparentemente más seguros, en los que se encuentran los demás herbívoros. Allí hay muchos ojos, orejas y narices velando por la seguridad de todos. Incluso unos topis que vigilan sobre su elevada atalaya, ofrecen garantías de que, si se acercase un depredador sería detectado a tiempo para evitar un ataque sorpresa.

Los topis  atalayan la planicie desde sus montículos.

El tiempo pasa lentamente en el coche bajo el sol abrasador. Nuestro guepardo no se mueve de su apostadero. A veces se asoma sobre el perfil del montículo, para otear la zona donde se acumula tanta carne, pero no parece tener ninguna intención de acercarse a ella.

De repente, otro rebaño de impalas empieza a remontar la pendiente que le lleva a la zona donde esperamos. Probablemente, los asusta lo mismo que ha espantado a los otros y avanzan hacia el pie de la colina donde yace el gato moteado. Despacio, liderados por una vieja hembra, los impalas se van acercando al guepardo, justo al pie de la montaña. A pesar de que no tienen grandes obstáculos entre ellos, la micro topografía, el mimetismo de la librea del félido, con su figura descompuesta contra el termitero, y el viento en contra lo ocultan a ojos del rebaño.

En ese momento, entiendo por qué el cazador se ha emboscado al pie de la colina: es un paso de fauna.

Sorprendentemente, los impalas avanzan mansamente de cara al guepardo, haciendo desconfiadas paradas para escrutar por delante de ellos. El guepardo los ha visto y, cuando el rebaño se encuentra a trescientos metros, súbitamente, se tensa y se agazapa de cara a ellos.  Su lomo arqueado no es más que otro suave perfil herboso, perfectamente integrado en el paisaje.

Nosotros, que sabemos que vamos a presenciar algo grande, contenemos la respiración durante minutos interminables. Los antílopes están ya muy cerca y los primeros empiezan a pasar alrededor del gato acechante. No lo ven y él sigue siendo tierra y hierba. Sólo tiene ojos para la presa que ha escogido desde mucho antes y no le interesa ninguna otra, a pesar de que pasan casi tocándolo.





De repente, todo se precipita. El guepardo se dispara hacia un macho joven y el grupo explota saltando en todas las direcciones posibles, berreando una alarma que llega demasiado tarde. La dramática persecución dura segundos y casi no podemos seguir a los dos actores protagonistas. A una velocidad cegadora, ambos superan los obstáculos que se encuentran en su loca carrera con saltos prodigiosos. Cada giro, cada regate, acercan al perseguidor a su objetivo. El impala toma una decisión trágica y gira hacia la ladera, colina arriba. Pocos metros más y un zarpazo desequilibra al desafortunado macho y, segundos después, su verdugo lo tiene sujeto con un mordisco mortal en la garganta que sofoca un estremecedor grito de agonía. En muy poco tiempo llega el desenlace y, cumpliendo con las leyes implacables de la vida, uno ha muerto para que otro pueda vivir.

TODA LA SECUENCIA DE LA CAZA

Pero los esforzados trabajos del guepardo no han acabado abatiendo a su presa. Ha de recuperarse del terrible esfuerzo empleado, pero la aparición de las hienas es un riesgo muy real. Colina abajo no hay matorrales donde esconder a su captura y en los que bajar su temperatura y reposar, necesidades que ahora son vitales para él.

En consecuencia, tiene que arrastrar al antílope, que pesa más que él mismo, hacia alguno de los arbustos que hay ladera arriba y, esto es un esfuerzo que quizá no pueda llevar a cabo, agotado como está. Lo agarra por un anca y empieza a arrastrarlo a horcajadas, como es típico en los grades gatos, pero no puede hacerlo más que unos metros.

Exhausto, se detiene, mientras mira a su alrededor, y se replantea la manera de cargar con su presa: vuelve a sujetarla por un anca de un bocado y la arrastra de espaldas. Va ejecutando esta penosa operación por breves intervalos y cada parada la dedica a vigilar los alrededores. Temiendo perder a su presa antes de haber disfrutado del fruto de tamaño esfuerzo, el gato empieza a consumir la carne, empezando por el mismo jamón que, tras mirar a un lado y a otro con evidente preocupación, le ha servido para tirar.  Ahora, a cada parada, el guepardo devora lo que puede. Mientras come, eriza la cresta instintivamente dispuesto a defender su presa de un agresor imaginario.

Cada obstáculo cuesta arriba parece insalvable. Un afloramiento rocoso que traba el cuerpo del impala convierte el arrastre en agónico.

Los primeros carroñeros alados aparecen planeando sobre la vertical del cazador: son águilas rapaces. Pronto aparecerán los primeros buitres. En el momento que las aves necrófagas empiecen a descender, la posición del guepardo se revelará a los grandes carnívoros que observan su comportamiento. Tras devorar unos bocados más, el guepardo mira a un lado y a otro, esperando ver la figura desgarbada de las poderosas hienas manchadas. Finalmente, sus pensamientos paranoicos lo vencen y abandona el arrastre, para meterse en la sombra del arbusto al que no ha podido llegar con el cadáver del impala. Aunque el sol ardiente y el increíble esfuerzo lo han derrotado finalmente, echado en la sombra y con el estómago lleno de carne, quizá recupere fuerzas para esconder la presa antes de que lleguen los ladrones. El cielo que se va llenando de grandes carroñeras no parece ser la premonición de un desenlace feliz. En la sabana casi nunca lo es.

La historia genética de esta especie parece indicar su decadencia irreversible.

Esa es la vida de este refinado félido, el cazador más veloz y hábil, pero también el más frágil y vulnerable; un elegante tirador de esgrima que se bate contra un ejército de feroces competidores. Es conmovedor asistir a la vida de los guepardos, últimos representantes de una estirpe gloriosa que quizá se enfrentan al final de su historia evolutiva.

 



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