UN MUNDO SIN HUMANOS

 

Cuando uno recorre por primera vez los espacios naturales de África oriental, la primera sensación es de vacío. Estepas arbustivas  y planicies inmensas en las que no parece haber más vida animal que algunas aves y por supuesto ninguna persona más (si es la temporada correcta) que los componentes de tu safari.

Esa sensación desaparece rápido, porque aunque continúa sin haber humanos, las especies de aves aumentan maravillosamente a medida que el safari arranca su recorrido. Las viudas, los calaos buscando comida para su hembra confinada en su nido en el interior de una acacia hueca, las pintadas, las gangas, avutardas y las increíbles rapaces africanas.

Pero, si el viajero se cree en medio de un espectacular recorrido ornitológico, cuando la gran fauna africana hace acto de aparición ya no le abandona la sensación de maravilla allá donde mire. Las jirafas reticuladas, gigantes extrañamente prehistóricos en cuya piel parece haber dibujado un mapa de los caminos de África, seleccionando delicadamente con la lengua las hojas más apetitosas entre las aceradas espinas de las copas de las acacias. Aquí los árboles se tienen que defender de los comedores de hojas desde las ramas más bajas hasta el último ápice, pues incluso hay un antílope, el gerenuk, de cuello y patas estirados desproporcionadamente para llegar a los metros intermedios entre el impala y la jirafa.



Un macho y dos hembras de avestruz continúan con el espectáculo, en el que lo que observas te sigue transportando muy atrás en el tiempo.

Los grandes gatos son las estrellas absolutas de estos encuentros en la sabana, a los que observamos siempre emocionados por esa fascinación por los grandes depredadores que siempre ha acompañado a nuestra especie.

Viajar a estas soledades africanas es viajar al mundo tal y como fue muchos miles de años atrás, que no era un mundo sin humanos sino un mundo con los sapiens en números demográficamente dulces para su entorno. Un planeta que nuestra especie iba descubriendo paulatinamente en el que aquella especie de primates simbólicos no había desarrollado aún una tecnología capaz de hacerlos señores de la Tierra y también de poner en peligro al resto de especies con las que lo comparte.

Y es en África donde hasta tiempos muy recientes, los humanos habían mantenido un equilibrio que en otros continentes desaparecía a un ritmo acelerado. Una megafauna esplendorosa que las migraciones y colonización humana habían ido extirpando de allí donde se establecían. Eurasia, las dos Américas y Australia tuvieron una gran fauna que nada debió de envidiar a la africana en los tiempos en los que el Homo sapiens se expandía por el mundo.

Sin embargo, en el último siglo y medio, la megafauna africana empieza a sufrir el peligro de ser codiciada por el hombre. Los rinocerontes, como ejemplo más extremo, y los elefantes que antaño recorrían todo el continente desde el Sahel hasta el cabo de Buena Esperanza en hordas incontables, ven imposible su vida fuera de los espacios protegidos y no sólo por las leyes sino también por la fuerza de las armas.


No es concebible el planeta sin la presencia de los seres humanos como una especie transformadora que, cuando actúa bien enriquece la biodiversidad. No obstante  es tan devastadora esa capacidad de modificar su entorno sin control que empieza a ser evidente que ya empezamos a ser demasiados. La pandemia mundial que aún vivimos ha demostrado que al resto de los seres vivos les va mejor sin nuestra excesiva presión demográfica que amenaza con desbordarse.

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