El león Olowuaru: Noventa y cinco aniversario de Félix Rodriguez de la Fuente
“Y entonces, el león nos miró, como siempre miran los leones, echando
fuego por los ojos”
Olowuaru devora a su presa, un facocero recién cazado, cuando lo encontramos metido en la espesura. Quizá es un viejo macho sin manada que ha de buscarse la vida fuera del amparo del grupo. Los abundantes jabalíes verrugosos parecen ser una presa habitual para leones solitarios, ya sean viejos exiliados o jóvenes e inexpertos vagabundos, como hemos observado alguna vez en nuestros safaris.
El viejo guerrero come las tripas
del jabalí metódicamente, utilizando sus incisivos como prensa. Leí que cuando
van envejeciendo, los leones comen más a menudo los intestinos de sus presas
porque necesitan más los nutrientes que éstos les proporcionan.
Está a lo suyo, desayunando en su
impenetrable refugio, pero, de vez en cuando, la mirada del imponente león de
poblada melena oscura se filtra por entre la vegetación y el contacto visual es
estremecedor, como siempre. Aterra pensar que los humanos aprendieron a
conseguir proteínas robándole a los grandes depredadores sus presas, en un
duelo psicológico que hoy, tan lejos culturalmente del Paleolítico, se me
antoja perdido de antemano.
¿Quién osaría sacar a este león
del matorral a pecho descubierto? Pues un muchacho masái para convertirse en
guerrero.
Como es la voz de Félix la que aún me cuenta África, observando al león mientras devora a su presa vuelve a resonar en mi mente su historia del joven que se enfrentó a una fiera similar, un veterano en mil despiadadas batallas por las hembras y el territorio, en los primeros tiempos de la protección del Serengueti. Se había prohibido por ley la ancestral práctica de esta tribu de cazar un león como “rito del pasaje” de los chicos que debían convertirse en hombres, los jóvenes morani. Olamaiyo es la palabra en Maa, la lengua propia de esta etnia, para la caza iniciática del león.
Aprovechando que se autorizó
excepcionalmente abatir un león que cazaba el ganado de un colono australiano, los
laibones, jueces depositarios de la
sabiduría y tradiciones de la tribu, se presentaron en la hacienda. Uno de
ellos, el padre de un joven aspirante a guerrero, impuso que fuera él quien lo
cazase a la vieja usanza: “Tú has pagado, pero yo necesito que mi hijo
mate al león, para que pueda entrar en la sociedad de pleno derecho”.
El granjero y sus trabajadores en un
automóvil, y los masáis, andarines proverbiales, en otro rastrearon al
devorador de ganado. Encontraron
al león, que
tanto me ha evocado el nuestro de
esta mañana, metido en la espesura con el último ternero capturado. La
intención del australiano era anticiparse y matar
al león de un disparo certero antes de que se pusiese en riesgo la vida del
joven novicio. Los hombres masái se anticiparon, formaron una barrera entre los
colonos blancos y el león, en semicírculo de espaldas a éste. Horrorizados, el
granjero y sus trabajadores observaron la escena a través de la formación de
guerreros que se interponían entre ellos y el león. El joven se enfrentó a la
bestia: lanza, espada y escudo de piel de rinoceronte contra doscientos kilos
de músculo, colmillos y garras. El león murió, lanceado primero y apuñalado por
la espada, cuando la pelea llegó al cuerpo a cuerpo. Al chico, la carga imparable del depredador
le había roto las costillas, las piernas y los brazos. Los adultos lo
recogieron medio muerto, pero ungido por el prestigio milenario de haber matado
a un león a cuerpo desnudo. Logró salvar su vida ingresado en el hospital de
Arusha, pero esto era casi lo de menos. El joven guerrero se había enfrentado a
muerte a Olowuaru y eso lo convertía
en un héroe a ojos de su tribu.
A Félix le gustaba comparar a los masáis
con los héroes mitológicos. Atléticos, cazadores de fieras y vestidos con
túnicas que le recordaban a las clámides griegas, de broncínea y hierática
figura, la imagen no podía ser más sugerente. Cubierto de orgullosas cicatrices
y con la cola de aquel león adornando sus trenzas, aquel muchacho casi
desmembrado pero victorioso, al que el llorado naturalista burgalés conoció ya
hombre, era lo más parecido a un semidiós griego que se podría encontrar en el
poco heroico final del siglo XX.
Han pasado algo más de cincuenta
años desde este episodio, quizá uno de los últimos en los que un masái accedió legalmente
al imprescindible estatus de guerrero. Félix Rodríguez de la Fuente intuía que
nuevos vientos soplaban ya en las tierras indómitas de los masáis. Su forma de
vida tradicional, a la que ellos se aferran obstinadamente, se ha ido adaptando
a los tiempos. En aquella primera época de los safaris fotográficos en Kenia y
Tanzania, cazar un león sin permiso estaba castigado con duras penas, incluida
la prisión. Entonces, la pena impuesta por la ley tanzana a quien
practicase la caza ritual del león era de 40 azotes y seis semanas de
prisión. ¿Qué peor castigo para un
hombre que pasa toda su vida con los ojos llenos de horizontes infinitos que
encerrarlo en una celda? En la actualidad, matar un león sigue estando penado para un masái con unos meses de prisión y 70.000 chelines
kenianos, unos 500 euros.
Le pregunté a un guerrero masái y
profesor de matemáticas si se seguían matando leones y me contestó con
naturalidad que, si atacan al ganado, sí. Los sucesivos tratados coloniales desventajosos y las
expropiaciones fruto de la declaración de los espacios naturales protegidos han
conllevado traslados forzosos a áreas periféricas por parte de los estados
modernos. Arrinconado, este pueblo ganadero, cuya población no cesa de
aumentar, entra así en conflicto directo con la fauna salvaje. La muerte de leones en Kenia y Tanzania por
represalias ha aumentado notablemente.
Pero no todo está perdido.
También me contaba el moran
matemático que los saltos y las exhibiciones atléticas han sustituido la
caza del león como ritual de paso de la pubertad a la edad adulta. De hecho, se
organizan las llamadas olimpiadas masái, que permiten a los jóvenes demostrar su
derecho a formar parte del pueblo de pastores y guerreros más orgulloso de
África. Además, junto a cazadores de
leones que habían seguido con esta práctica de forma furtiva y que se han
rehabilitado, muchos jóvenes, hombres y algunas mujeres, están formándose como rangers en programas destinados a
proteger a los leones y al resto de la fauna salvaje que forma parte de su
mundo. Trabajan, sobre todo, previniendo el conflicto. Rastrean a los leones,
guían a los jóvenes pastores por áreas seguras o buscan reses extraviadas.
La caza ritual de leones por parte de los morani no amenazó nunca al león como especie y este equilibrio duró quinientos años. Sin embargo, el león africano está hoy en serio peligro y ellos van entendiendo que, si quieren conservar su mundo, las tradiciones ya no son suficientes, sino que tienen que defender a su admirado y ancestral adversario. Sencillamente, el país de los masáis no existiría como tal sin leones.
Para esta tribu, escuchar rugir a
los leones es signo de buena fortuna y felicidad. Olowuaru es la onomatopeya de su rugido. Suena territorial en la
noche, como un trueno que repite: “Esta tierra es mía, mía, mía, mía…” Saben
que si el león africano pierde su tierra, será el fin de su propia identidad
como pueblo. Félix
admiraba profundamente a los masáis y a los leones. Los igualaba. Sabía que su
destino estaba ligado irremediablemente. Y aquí estamos nosotros, en
la tierra que comparten dos pueblos libres y amenazados, leones y masáis. El
motor de nuestro coche se pone en marcha, interrumpiendo mi ensoñación del
relato africano de Félix que el león del matorral ha evocado. Dejamos al viejo
macho con un atisbo de esperanza. Si la
naturaleza la defienden aquellos que, siendo niños aún, serían capaces de
enfrentarse a Olowuaru a cuerpo
limpio, puede que aún durante muchas noches más, los grandes machos seguirán
encogiéndonos el corazón con su mensaje atronador. Esta tierra es mía, mía,
mía, mía.
En Julio y Agosto salimos a buscar de nuevo a los leones del Mara, si nos quereis acompañar teneis toda la información en este enlace. Os dejo un vídeo del viaje
Impactante relato. Fieros leones, orgullosos masais y un país que me enamoró.
ResponderEliminarPara los que crecimos bajo su influencia es difícil no ver Africa oriental a través de su mirada, pero esos paises son maravillosos, incluso si no los has conocido gracias a Félix. Me alegro de que te haya gustado nuestro homenaje a Félix Rodríguez de la Fuente, los masáis y, por supuesto a Olowuaru. Un saludo.
Eliminarmuchos crecieron con sus aventuras, a muchos otros inspiró en su futuro, fue capital para la conciencia crítica de nuestra especie hacia la naturaleza y los seres que la habitan, pero..., a muchos de nosotros nos metió un veneno en la sangre que es difícil de cuantificar, somos muchos los que le debemos nuestro oficio y nuestro tesón para con la naturaleza al Amigo Félix, somos muchos a los que nos cambió la vida...
ResponderEliminarFantástico!!!! Un gran homenaje para una gran persona!!!! La historia me ha fascinado!!!!. Ojalá algún día(y espero q no sea muy lejano) pueda disfrutar de vuestra gran experiencia y visite este maravilloso país!!!
ResponderEliminarpues estaremos encantados de compartir contigo momentos como ese, te esperamos Anna
EliminarAnna, para nosotros es un placer tu comentario y lo será acompañarte en cualquier de nuestros viajes. Kenia, su gente y su vida salvaje te atrapa para siempre. Saludos.
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